Feria Internacional del Libro de Rosario: el discurso completo de Reynaldo Sietecase en la apertura de la 41º edición
El destacado escritor y periodista rosarino fue el encargado de pronunciar el tradicional discurso durante el acto inaugural, en el que conectó su historia personal, la ciudad y los libros.
“Rosario es mucho más que el lugar donde nací. Es el escenario de mi formación como lector y como escritor, también mi referencia cultural y familiar. Me voy a permitir, entonces, cruzar la ciudad con los libros”, expresó el reconocido periodista y escritor rosarino Reynaldo Sietecase al iniciar su discurso en la apertura de la 41° Feria Internacional del Libro, que se desarrolla hasta el 25 de octubre inclusive en el renovado Cultural Fontanarrosa.
En un mensaje cargado de memoria y reflexión, Sietecase, quien calificó como "un honor" la convocatoria para dar el discurso de apertura del destacado evento cultural, recorrió su historia personal atravesada por los libros, la poesía, la cultura y su vínculo indisoluble con Rosario. Desde la biblioteca heredada de su padre hasta las noches en dictadura en que escribía versos en las paredes junto a otros poetas.
Evocó, además, sus comienzos en el Centro Cultural Bernardino Rivadavia —el hoy renovado Cultural Fontanarrosa—, su paso por el periodismo y la literatura, y reivindicó a Rosario como una ciudad que no necesita emigrar para crear. Además, en tiempos dominados por la fugacidad y el algoritmo, rescató el valor del libro como espacio de pausa.
Por último, concluyó con una especial referencia hacia la ciudad: "Pienso a Rosario como si se tratara de una pequeña biblioteca familiar. Como una casa, en un barrio cualquiera, donde siempre hay lugar en la mesa para alguien más. Como un libro abierto: más que un lugar, una plataforma de sueños".
El discurso completo
Rosario: la ciudad y los libros
Es un gran honor esta convocatoria. Me provoca una inmensa alegría abrir la Feria del Libro de mi ciudad.
Rosario es mucho más que el lugar donde nací. Es el escenario de mi formación como lector y como escritor, también mi referencia cultural y familiar. Me voy a permitir, entonces, cruzar la ciudad con los libros.
Creo que a mi padre le hubiese gustado verme aquí. Es a él a quien debo, originalmente, el amor por los libros. Heredé su biblioteca y el gusto por los relatos. Tuve más suerte que él, su padre no le dejó nada. Desde pequeño pienso que los libros están vivos y desde esa condición proyectan sus luces y sombras desde los estantes de las bibliotecas. Me gusta pensarlos como amigos que cambian con el paso del tiempo. Los libros cambian y te cambian. Siempre tienen algo para decirnos. Los libros envejecen, se deterioran, guardan secretos, tienen marcas, sorprenden expulsando objetos aplanados cuando se abren en el momento justo, y también se pierden. Son testigos silenciosos de la existencia humana, del paso del tiempo, de la vida y de la muerte de sus dueños. A esta altura ya no me pregunto cuántos libros leí, sino cuántos me quedan por leer. Diez, cien, mil… nadie lo sabe. Por eso les sugiero disfrutar del libro que tienen entre manos.
Y hablo de las manos como reivindicación primera del libro de papel. No reniego de otros formatos de lectura, pero el libro objeto tiene una magia con la que no cuenta ni contará el libro electrónico, ese primo impertérrito que brilla en el firmamento digital. Ante la pregunta insidiosa de ¿por qué seguir acumulando libros cuando se puede acceder a todo lo publicado de manera virtual? es necesario explicar que un coleccionista es lo contrario de un consumidor. Lo define bien el filósofo coreano Byung-Chul Han: “La mano del propietario da a un libro un rostro inconfundible, una fisonomía. Los libros electrónicos no tienen rostro ni historia. Se leen sin las manos. El acto de hojear es táctil, algo constitutivo de toda relación. Sin el tacto físico, no se crean vínculos”. Dicho de otra manera, sin caricias es imposible el amor. Igual con la lectura, cuya expectativa es sucesiva e infinita.
Los libros físicos conforman un universo entrañable. En la casa donde nací, en la calle Pasco de Rosario, había libros. Y quiero hacer dos consideraciones importantes: la presencia de libros no garantiza la existencia de lectores, pero su ausencia aniquila la posibilidad de que los lectores existan. Plantar libros es una obligación colectiva y un imperativo democrático. Los libros son un remedio eficaz contra el autoritarismo.
La biblioteca de mi padre estaba poblada —aunque modestamente— con clásicos de la literatura universal y por grandes enciclopedias. Desde el diccionario Monitor, trece tomos imponentes de cubierta gris; una colección completa sobre La Segunda Guerra Mundial, pasando por una historia de la música. Recuerdo que le gustaba comprar enciclopedias en fascículos, algunos venían pagando un extra con el diario del domingo, y llevarlos luego al encuadernador para que los convirtiera en un tomo compacto y rotulado. Ese proceso, que a mí me impacientaba, era para él una suerte de desafío lúdico. Creo que disfrutaba cuando se le escapaba algún cuadernillo y tenía que recorrer kioscos y librerías durante meses hasta conseguirlo.
No sé con qué libro de esa biblioteca me infecté del entusiasmo por leer, creo que fue Sandokán, de Emilio Salgari, en la edición amarilla de tapa dura de la colección Robin Hood de la editorial Acme. La tormenta con la que comienza esa novela todavía me estremece. O tal vez fue el conmovedor Mi planta de naranja lima de José Mauro de Vasconcelos (que me dieron como lectura obligatoria en la escuela y me llevó a leer toda la obra de ese autor brasilero en los años posteriores). Mi planta… fue el primer libro con el que lloré; al árbol que la Municipalidad plantó frente a la puerta de mi casa natal lo bauticé como “Minguito” como en el libro. Todavía está allí, viejo y algo torcido.
O tal vez fueron los Cuentos de la Selva de Horacio Quiroga que me leía cada semana el maestro Raúl Pedemonte, en cuarto grado, antes de finalizar su clase de los viernes. Lo cierto es que aquellas primeras lecturas, que cruzaban emoción y aventuras, me provocaron un apetito que estimo solo desaparecerá cuando muera.
Esos primeros libros me ofrecieron también una ética para la vida. Salgari lo sintetiza bien en esta frase que escribió en sus Memorias: “Sí, es verdad: combatir a los fingidos gigantes es tonto; la gente seria se ríe de ello. Pero yo pienso también que combatir a los monstruos es una gimnasia útil, porque nos prepara a combatir a los monstruos verdaderos, y cuando llega la ocasión nos encontramos en condiciones de darles una buena paliza”. Sé que suena muy optimista, pero vale.
Los nuevos monstruos son reales, violentos y expansivos. Ofrecen cadenas en nombre de la libertad y amenazan a la democracia. En lugar de arriesgar la vida hasta salvar al último náufrago, proponen “arrojar a los más débiles de la balsa”. El escritor Federico Lorenz me dijo hace unos días: dan ganas de gritar “¡Viva Mompracen!” y dar la pelea por la verdad, la justicia y el amor como lo hacían Los Tigres de la Malasia.
En esa biblioteca original de mi padre estaba la narrativa completa de Hemingway, los grandes autores rusos, los libros de Graham Greene y los de Marguerite Yourcenar. También los infaltables para cualquier lector ávido y desordenado: La Ilíada y La Odisea, La Divina Comedia, Utopía, Frankenstein, Tom Sawyer, Martín Fierro y El Quijote.
En la extraordinaria novela de Cervantes entendí la relevancia de la imaginación y la importancia de dar peleas que parecen imposibles. Mi pasaje preferido es el diálogo que El Quijote mantiene con Sancho Panza antes del incidente con los molinos de viento:
-La aventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí, amigo Sancho Panza donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes con quienes pienso hacer batalla y conquistarles a todos la vida (...)
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza.
-Aquellos que allí ves -respondió su amo-, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.
-Mire vuestra merced -respondió Sancho- que aquello que allí se ve no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas por el viento hacen andar la piedra del molino.
-Bien parece -dijo Don Quijote- que no sabes nada de aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quédate ahí y ponte en oración, que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.
Todos conocemos el final y lo magullado que quedó el caballero andante, pero como propone Salgari, combatir a los monstruos imaginarios es una buena gimnasia para enfrentar a los verdaderos. En la actualidad hay demasiada gente que, como el bueno de Sancho, nada sabe de aventuras. Y prefiere tolerar a los monstruos reales o fingir no verlos.
A propósito de El Quijote, mi padre sostenía una idea provocadora, decía que había que esperar varias décadas para saber si la obra de un autor lo sobrevivía y, con ese argumento, solía negarse a abrir libros de autores contemporáneos. Logré que admitiera la arbitrariedad de esa idea gracias a El Club Dumas de Arturo Pérez Reverte. Mi regalo fue el Caballo de Troya que lo conquistó, y desde entonces nunca dejó de leer sus obras. Los buenos libros no tienen edad.
Debo confesar que siento nostalgia por nuestras discusiones literarias, eran más amables que las originadas por nuestras fuertes peleas políticas. En el último libro que le regalé, Son de mar de Manuel Vicent, y que estaba leyendo cuando murió, persiste una dedicatoria: “Por las diferencias que nos unen”. Casi una herejía para este tiempo de simplificaciones binarias y retórica hueca, donde el que piensa distinto es un ser abominable. Urge distinguir con quien debatir, acordar o disentir, y a quien combatir.
Pero no es una tarea fácil. Vivimos en la inmediatez de las redes sociales, donde la mano es más rápida que el pensamiento. Existe un culto a la fugacidad. Todo pasa rápido ante nuestros ojos. El algoritmo nos conoce mejor que nuestra propia madre o pareja. Lo vamos alimentando con nuestros datos, deseos y costumbres, sin saber que ese magma será usado para comprar, vender y hasta alterar resultados electorales. Casi el 70 por ciento de la información que circula en la web se origina en seis empresas multinacionales. Es imperioso elaborar estrategias políticas e individuales contra una situación que merece revisarse críticamente. Mientras tanto están los libros y sabemos que los libros son lo opuesto a tik-tok, obligan a la pausa, inoculan contra la ansiedad, requieren de atención.
Vuelvo a esa primera biblioteca heredada. Apenas pude emprendí la tarea de incrementarla. Pacientemente salí a buscar a mis autores preferidos, muchos rescatados de librerías de usados. Era el hijo adolescente de una familia donde no sobraba nada, menos plata para libros o salidas. Las visitas a la librería Ross eran la excepción. Así que alimentaba mi curiosidad con usados.
Por eso pienso que también estarían felices de verme aquí las hermanas Longo. Hace medio siglo, ellas colaboraron con mis búsquedas desesperadas por ampliar la colección familiar rescatando joyas de la desaparecida librería de la calle Sarmiento que había fundado su padre en 1908. Así pude rescatar los tomos editados por la editorial de la Biblioteca Vigil — arrasada por los militares en el 76— de En el Aura del Sauce, la obra poética de Juan L. Ortiz y libros con los poemas de Miguel Hernández (Perito en lunas), Gotán de Juan Gelman y Espantapájaros de Oliverio Girondo. También una edición de El limonero real, la primera novela que leí de Juan José Saer y el monumetal documento La Forestal: tragedia del quebracho colorado, de Gastón Gori. Denuncia que, en relación al expolio de recursos naturales, tiene gran vigencia.
La querida Coqui Longo me decía, por entonces, que no tendría tiempo de leer todo lo que me llevaba de su local. Pero yo sabía que no solo se compran libros para leer de inmediato, también se compran libros por el deseo de leerlos en algún momento. Es más, incluso se adquieren libros por el mero afán de saberlos cerca.
Intuyo que también se alegrarán de verme por aquí mis antiguos compañeros y compañeras poetas, con quienes en el final de la dictadura militar salíamos por las noches a pintar paredes con versos de poetas perseguidos, que estaban en el exilio o habían desparecidos.
Al lado del “luche y se van” pintado por las juventudes políticas, de pronto aparecía escrito en aerosol rojo o azul, el final de un poema de Paco Urondo: “Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;/ compartir este calor, esta fatalidad que quieta no sirve y se corrompe./ Puedo hablar y escuchar la luz/ y el color de la piel amada y enemiga y cercana./ Tocar el sueño y la impureza,/ nacer con cada temblor gastado en la huida/ Tropiezos heridos de muerte;/ esperanza y dolor y cansancio y ganas./ Estar hablando, sostener/ esta victoria, este puño; saludar, despedirme/ Sin jactancias puedo decir/ que la vida es lo mejor que conozco".
O a metros de la consigna pintadas por la CGT “Paz, pan, trabajo”, podía leerse un poema de Felipe Aldana: “Cantamos todos a la orilla de la muerte/ Bebemos el vino del amor que da la vida a borbotones/ La muerte debe de estar preocupada”.
O en un muro cerca del Comando del Tercer Cuerpo del Ejército, la conjugación del poema Verbo Irregular de Roberto Santoro: “Yo amo/ tu escribes/ él sueña/ nosotros vivimos/ vosotros cantáis/ ellos matan".
En aquellos años era muy difícil publicar y por eso firmábamos “El poeta manco”. Nos habíamos nacido escritores beligerantes y pretendíamos ocupar el espacio público. Queríamos llegar a la mayor cantidad de lectores desde las paredes. Si la poesía no es antídoto contra la estupidez y la violencia no es nada.
Teníamos cerca a otros grupos como Habla La Vaca y los surrealistas de Cucaño. Aún con planteos diferentes todos respondíamos a un linaje conformado por una cofradía de hermanos mayores: Aldo Oliva, Hugo Diz, Mirta Rosenberg, el Vasco Uribe, Gary Vila Ortiz, Francisco Gandolfo, Rafael Ielpi, Guillermo Ibañez, Hugo Padeletti, Beatriz Vallejos, Hugo Gola, Jorge Isaías, José Pedroni, Juan Manuel Inchauspe. Por temor a ser injusto elijo nombrar sólo a los que ya no están, pero aún nos guían. Hoy, como entonces, la actividad grupal en torno a revistas literarias, editoriales independientes, cooperativas de escritores y talleres tiene una tremenda vitalidad en toda la provincia.
Con el retorno de la democracia, participé de uno de los primeros actos que se hicieron en este centro cultural, que entonces se llamaba Bernardino Rivadavia y empezaba a mutar bajo la dirección de Jorge Riestra. El autor de El Opus convocó a un encuentro de jóvenes escritores y músicos en una suerte de espectáculo que giraba en torno al río Paraná. Me tocó hacer dupla con Jorge Fandermole, éramos tan jóvenes que me impresiona recordarlo. Fue admiración a primera vista. Comprendí que en Rosario los músicos, en especial él, aunque considero que es un lugar común, más que cantar “poemaban” en melodías. O de qué otra manera se pueden caracterizar la producción de los autores de la Trova desde los ochenta a la actualidad.
Después llegó el periodismo. Era escritor, pero necesitaba vivir de la escritura. Destino y azar. Golpe de suerte o voluntad. Tal vez todo junto. Gané una beca para trabajar seis meses en el diario Clarín y luego regresé a Rosario para el primer trabajo pago en la radio LT8. Más tarde experimenté la aventura compartida de hacer Rosario/12. Después volví a viajar en lo que a Gerardo Rozín le gustaba definir como “el exilio porteño”. En el 2002 se publicó mi primera novela, sobre un hecho policial ocurrido en Rosario. Me nací autor de narrativa de ficción por impulso del maestro Tomás Eloy Martínez. Desde entonces convivo con la bella y la bestia, literatura y periodismo, quienes a veces copulan y tienen hijos hermosos y, en otras ocasiones solo producen engendros indefinibles.
Aquí me interesa hacer una aclaración: no hace falta emigrar para que te vaya bien. El ejemplo más nítido es el de Roberto Fontanarrosa, probablemente el escritor más popular del país. O Angélica Gorodischer y tantos más, escritores, periodistas y artistas de todos los rubros. Ta va bien si trabajás duro y te acompaña cierto talento y un toque de suerte, también. Y eso se puede dar en cualquier lugar del país, pero más en una ciudad como Rosario, que se autoabastece de propuestas culturales de calidad. Emigrar debería ser, en todo caso, una decisión y no una necesidad.
Hace más de veinte años que vivo y escribo en Buenos Aires, pero Rosario es la ciudad que me define. Es la ciudad que eligieron mis ancestros italianos para plantar sus deseos de progreso en el corazón productivo del sur santafesino. Aquí está todavía esa primera biblioteca.
En Rosario: la ciudad puerto, la ciudad puerta. La ciudad de la mezcla y la inmigración. La ciudad de los adioses, pero más de las bienvenidas. La ciudad del río marrón y la pasión futbolera. La ciudad del arte y las revueltas estudiantiles, la ciudad de las luchas obreras. La ciudad de los teatros y las librerías. La ciudad donde nació la Bandera Nacional y el Che Guevara. La ciudad de la rebeldía y, a veces, de la frustración. La ciudad de los bares y los amigos dispuestos a escuchar. La ciudad solidaria y desigual. La ciudad acosada por el humo y el narco. La ciudad donde se inició el rock en español y bien pudo haber nacido el tango. La ciudad del trabajo. La ciudad inventora de mitos. La ciudad sin fundador, la ciudad que acaba de celebrar sus primeros 300 años. La ciudad única y posible. La ciudad que siempre cree que puede más. La ciudad de las múltiples historias. La ciudad que se deja abrazar por el Paraná.
Porque es aquí donde se entrelazaron las narraciones de los pueblos originarios, que se asentaban en la vera del río, con los relatos que los recién llegados traían, en sus baúles de madera, desde el otro lado del mar. Unos habían perdido todo, otros no tenían nada. En este cruce virtuoso, de agua dulce y salada, se puede rastrear una tradición literaria con infinidad de nombres prestigiosos, pero también la existencia de una poética que relaciona desarraigo y resistencia con imaginación.
Cómo no recrear un pasado, una narración coral que ayude a transitar el presente lleno de tensiones y desafíos e imaginar un futuro común. Todo con un perfume fluvial que identifica. Beatriz Vallejos escribió Los ríos. La humanísima vez que cae una lágrima. Una ciudad que más que identidad tiene una poética. Me gusta esta idea, que tal vez explique mejor a los visitantes por qué aquí funciona una usina creativa que nunca descansa.
Pienso a Rosario como si se tratara de una pequeña biblioteca familiar. Como una casa, en un barrio cualquiera, donde siempre hay lugar en la mesa para alguien más. Como un libro abierto: más que un lugar, una plataforma de sueños.